¿Se legisla de la misma manera para la persona del autor, para la ‘máquina textual’ y para la persona jurídica que reproduce una obra?
Un proyecto de ley relacionado con educación y cultura –el 427–, cuyo propósito es “fortalecer el ecosistema del libro en Colombia”, fue aprobado en primer debate por la Cámara de Representantes. “Autor es toda persona o inteligencia productora de un texto, bien sea de carácter informativo o ficcional”, leo, y pienso en ChatGPT y en ciertas copialinas escolares en las que todo tenía la misma jerarquía y cualquier palabra daba lo mismo, con tal de llenar páginas insulsas.
Empieza mal un proyecto para “fortalecer el ecosistema del libro” con esa distorsión –o ese borramiento– del autor, en un momento en el que el mundo discute límites y regulaciones para la inteligencia artificial. No da lo mismo llamar autor a cualquier “inteligencia productora de un texto”, porque los autores son (aún) ciudadanos y sujetos de derechos y tienen un lugar diferente al de las máquinas. ¿Se legisla de la misma manera para la persona del autor, para la “máquina textual” y para la persona jurídica que reproduce una obra? ¿Tienen derechos las máquinas? ¿Cuál es el sujeto protegido por el derecho de autor en Colombia: la corporación –la persona jurídica– o la persona del autor? Camuflar estas preguntas entre citas atribuidas a un ‘fake’ Borges (los libros como “portales hacia otros mundos” o “vehículos que transportan a los lectores a través del tiempo y el espacio”) refleja una debilidad conceptual que termina favoreciendo a negocios erigidos en torno a concepciones muy diferentes sobre autores, libros, editoriales y lectores.
Sorprende que este proyecto haya sido presentado por Heráclito Landínez, del Pacto Histórico, con aval de sus colegas de bancada, justo cuando el Gobierno lidera, desde el Ministerio, una reforma de la Ley General de Cultura en consonancia con la definición amplia y diversa de las culturas, las artes y los saberes que está en el centro de su apuesta política. En este contexto, que reconoce el protagonismo del Consejo Nacional del Libro y la Lectura como instancia técnica encargada de orientar las políticas públicas del sector, la enumeración de buenas intenciones de la ponencia –fortalecer bibliotecas y librerías, incentivar la cultura del libro y sus festivales regionales, mejorar los hábitos de lectura, escritura, oralidad y los contextos tecnológicos complementarios de la actividad (sic)– luce como una colcha de retazos en contravía del esfuerzo por pensar el lugar de la cultura oral y escrita.
Es un secreto a voces la brecha entre los grandes grupos editoriales y las pequeñas editoriales, y entre las cadenas de librerías y plataformas virtuales y las pequeñas librerías independientes que afrontan cotidianamente dificultades para sobrevivir, en medio de prácticas de competencia que rebajan los libros y los tratan como a cualquier mercancía. Esa brecha, que requiere de medidas específicas para proteger a los agentes culturales (los creadores, los editores, los libreros, los bibliotecarios y los promotores de lectura, entre otros) no parece importar en el proyecto de ley, como tampoco esa otra brecha entre los territorios que cuentan con librerías y bibliotecas y aquellos en los que el libro sigue siendo inaccesible.
Para este país en el que el acceso a la cultura escrita –o su carencia- ha creado un ‘apartheid’ con consecuencias demoledoras para muchas generaciones, seguir tratando el ecosistema del libro con esa condescendencia que mezcla bibliotecas, grandes superficies, libros vendidos, ferias y mercadeo, sin tomarse en serio un trabajo de reflexión y crítica para fortalecer la idea del libro como bien cultural y la formación del lector, refleja un campo en disputa que tiene que ver con lo que entendamos por el valor del libro o, meramente, su precio.
YOLANDA REYES
Para ElTiempo.com